LA CRÍTICA DICE…

Artículos de Fernando Herrero, Carlos Toquero y Julia Amezúa

TIERRA DE MUERTOS

Julián de la Llana. DIARIO DE SORIA

 

   Teatro Corsario es, indiscutiblemente, el grupo más importante de Castilla y León y uno de los mejores de España. La prueba está en su nuevo montaje, Celama, que raya la perfección y destaca por su creatividad, detallismo y excelente utilización de todos los recursos teatrales, sin distanciarse del estilo que le caracteriza desde su fundación y que es marca de fábrica de las puestas en escena de Fernando Urdiales.

   Celama se basa en las novelas del escritor leonés Luis Mateo Díez El espíritu del páramo, La ruina del cielo  y  El oscurecer, que el propio autor ha adaptado junto al director de Teatro Corsario, Fernando Urdiales.

   El doctor Ismael Cuende relata un tétrico espectáculo: el obituario de ese páramo yermo que es Celama. El atormentado médico es el hilo conductor de cada una de las historias que se cierra sobre sí misma. Sólo el pastor se mantiene vivo en un país de muertos, hasta el momento final, en el que también le llega su turno, aun a ritmo de tango.

   La muerte como protagonista en un mundo adusto, seco, infértil, condenado a la desaparición, a la nada. Ahí está ese personaje de las danzas medievales y de las coplas de Jorge Manrique, para avisarnos que acecha, que no ha desaparecido ni se ha dormido, que nos espera. Para avisarnos de lo fútil que es todo y de que ese será nuestro final como lo ha sido de nuestros antepasados. Reflexión asimismo sobre la condición humana y la soledad del hombre.

   Parábola dura, impresionante, convertida en una pieza de teatro igualmente fuerte y nada complaciente. Una obra que, en sus diversas escenas, recoge aspectos de diversos autores y motivos estilísticos, como Beckett o Valle Inclán, el expresionismo o el esperpento; sin olvidar el mundo clásico una Antígona rural y un Creonte mutilado.

   Fernando Urdiales, al frente esta vez de Corsario y Cantárida, ha realizado un montaje insuperable y nada conformista. Ha logrado crear un clima tenebrista y angustioso a partir de una escenografía original, simbolista, donde usa poéticamente los objetos y destaca un vestuario trabajado con inteligencia. En ese cementerio  se mueven unos personajes espectrales, dotados de vida/muerte por unos actores geniales que ofrecen una interpretación expresionista acorde con el ambiente y situaciones generadas por la obra. Urdiales busca el matiz, que para él es esencial. Incluso hace que la música se transforme en un personaje más. Y si el texto es importante en Celama,  no lo son menos los aspectos visuales, que cuida con mimo, y en los que colabora una iluminación precisa. Así es Celama, un mundo espectral, tétrico, umbrío, de claroscuros; un mundo de muerte, donde, sin embargo, aparece, de vez en cuando, el humor.

   La obra y su representación merecieron más espectadores de los que se acercaron al Palacio de la Audiencia. Lamentablemente. Ellos se lo perdieron.

 

UN MUNDO INHÓSPITO

Carlos Gil. ARTEZ

La palabra. Desde la palabra. "Celama" se crea desde la palabra, la narración, la evocación, la representación. Pero se vuelve cuerpo escénico, personajes, escenario, espacio, tiempo, arte. La versión teatral de los textos originalmente narrativos realizada por el propio autor Luis Mateo Díez y el director, Fernando Urdiales, consigue una dramaturgia ejemplar. Una estructura ágil, en donde los personajes van acumulando pinceladas para ir componiendo este fresco de desolaciones. Es un milagro escénico, la palabra se vuelve teatralidad, y las situaciones generadas configuran un bello espectáculo que llega a estremecer.
Una cosmogonía de la desazón alzada desde un sustento de palabras que tejen una textualidad correspondida por una propuesta estética rotunda, magmática, una manera de movimientos, una forma específica de interpretación. Un mundo inhóspito descrito desde la excelencia teatral. Ya nunca puede ser "Celama" de otra manera que desde esta puesta en escena, desde esa elección de un expresionismo tamizado, con sus roces en los recuerdos de la memoria, del mundo de muertos vivientes teatrales, hasta el corte por canciones, para que recordemos que esa nada es el mundo, y que esos muertos son los vivos que un día soñaron, amaron, contemplaron como la vida se escapa abrasada por las solaneras y el hielo del páramo.
Sin lugar a dudas es un trabajo de madurez, un paso cualitativo de Teatro Corsario, en esta ocasión junto a Cantárida Teatro, y uno de los mejores trabajos de creación global de Fernando Urdiales. El equipo actoral brilla en conjunto y en sus individualidades y el espacio sonoro contribuye, junto a la escenografía y la iluminación a crear esa agradable sensación de estar ante algo que no solamente es bello, conmovedor, divertido, que ayuda a la reflexión, sino importante. Teatralmente muy importante.

Puntuación:

*****

 

 

UN PLATO ESCÉNICO FUERTE

Ángel Ugidos. DIARIO DE LEÓN

Estamos en Celama: tierra de sueño y ceniza; llanura en la que el viento trae y lleva las cosas; espacio que no se puede ni siquiera imaginar desde la ventanilla de los trenes. Gran parábola de un territorio condenado a vivir particulares cien años de soledad. Teatro Corsario ha asumido el reto de dar vida en escena a ese país de muertos que es la trilogía de Luis Mateo Díez completando un triángulo estético propio que esta compañía empezó a dibujar en 1998 con Pasión, continuó con Coplas por la Muerte y remata ahora con este contundente Celama: plato fuerte, teatro nada complaciente, puro reto creativo del que sale airosa tras su estreno, ayer, en el Bergidum de Ponferrada. Sobre un espacio escénico que cumple sobradamente su función práctica y simbólica, el doctor Ismael Cuende va desgranando el obituario de ese páramo yermo que es Celama. Cada una de las historias se cierra sobre sí misma con el atormentado médico como hilo conductor y el pastor como único personaje que vemos crecer sobre la escena hasta esa soberbia muerte final a ritmo de tango. Las secuencias beben de fuentes diversas con brillantez: los payasos becketianos filosofando para una urraca disecada, el velatorio valleinclanesco que acaba en asalto a la iglesia, la Antígona rural con un Creonte mutilado y galochas por coturnos... Destaca en el montaje el uso poético de los objetos, el vestuario trabajado con inteligencia y la aplicación de la música como un actor más. Superados los problemas de ritmo propios del estreno de una puesta en escena tan ambiciosa, estaremos ante un gran trabajo que exigirá, eso sí, un público dispuesto a enfrentarse a un plato escénico de alto contenido proteínico.

 

 

 

EL DEDO ETERNO DEL TIEMPO

L. Castellanos. LA CRÓNICA DE LEÓN

Aunque por obvio, no menos cierto, Fernando Urdiales supone la principal influencia para Celama, ese proyecto teatral que ha motivado líneas de colaboración entre Teatro Corsario y la nueva compañía leonesa Cantárida. No es la única que aumenta su caudal, pero sí la fundamental para su percepción escénica. Y es que este nuevo montaje del director leonés no sólo compendia los muchos referentes adscritos a su afán creador (la necesidad de posibilitar nuevos espacios escénicos, el gusto por el matiz, la transformación orgánica de los procesos que intervienen en la acción o el desarrollo de un modelo actancial que justifica la actitud del universo dramático ideado) sino que los aúpa, con mayúscula, en el paso adelante al que su propia evolución profesional le conduce. Urdiales no se ha escudado en el conformismo, precisamente, para acrisolar el nombre y el porvenir de sus trabajos y, por añadidura, del colectivo artístico que lidera desde hace más de veinte años. El oficio teatral le inspira una necesidad propia a partir de la cual poder adentrarse en un proceso, el de construcción teatral y resistencia al tópico y la convención, mediante el que reflexionar, sin ambages, sobre la propia condición humana. Y en el teatro clásico, cuyos códigos ha ejercido con autoridad, se ha movido como pez en el agua y colmado su ansia de descifrar, bajo el sol de sus versos, un territorio grave y nada manso que le hacía profundas revelaciones. Está claro que esa necesidad por desposeer de su manto de impermeabilización al hombre (y en el que se escuda éste para justificarse y entronizar sus miserias y sus muchas tinieblas) ha constituido el eje sobre el que Urdiales derrama su teatro y que en Celama vuelve a sublimarse. La literatura de Luis Mateo Díez, una mano de seda en guante garfio, ha propulsado el interés de Teatro Corsario por consagrar nuevos caminos de caracterización teatral e insistir en ese modelo investigador con el que desmenuzar cada una de las claves que participan en la representación. Su formulario se complace y recrea en el cultivo del riesgo. Los muertos de Celama, una tierra anclada en la mitología del pretérito, aluden, como reverso de una moneda desgastada por el dedo eterno del fluir del tiempo, al vivir, al propio existir de cualquiera, a esa zona de sombras que cada cual carga como puede y que le empuja hacia sus propios abismos. Y claro, tal simbolismo se deposita sobre el escenario, adobado por el verbo demoledor de un Luis Mateo en estado de gracia creadora, merced a una puesta en escena que pone énfasis en la visualidad, en una estética tenebrista y umbría que refuerza un mensaje basado en la memoria, la desaparición y el adiós. Por eso, precisamente por la carga simbólica que sostiene el paso de la función, Urdiales echa mano de una iconografía tétrica, emplazada en un escenario-cementerio poblado por un rosario de espectrales personajes, que se arroga una función de enorme personalidad expresiva y comunicativa. Más de veinte pasajes articulan un concatenado de imágenes que difuminan los límites de la realidad y la ficción, la certeza y la fantasía, la vida y la muerte. Y en esa confusión reina precisamente el acierto de este espectáculo (que, lógicamente, precisa de una mayor rodaje para eliminar algunas aristas que a veces provoca cierta preponderancia del texto sobre otras cuestiones) y los muchos detonantes que propicia: estéticos, narrativos, reflexivos, emotivos... también humorísticos. La comicidad abunda en la obra porque precisamente la muerte parece, a modo de paradoja, provocarla. Y claro, el montaje no quiere sustraerse a ella y la incorpora a su propia esencia, la misma en la que se acomodan plenamente las coreografías, canciones (inolvidable el tango que la muerte interpreta para arrebatarle la vida al pastor de Celama) y músicas que ornan el transcurrir escénico. Las estampas de Celama no constituyen un simple recreo estético, sino la constatación de un festín teatral que, a pesar de las referencias localistas, universaliza su propuesta, reconcilia con un teatro cada vez más aburguesado por las causas y efectos que le atribulan y acuña un mensaje que no se suspende en la nada.

 

 

 

A UNA TIERRA ABANDONADA

Manuel Sesma S. EL ADELANTADO DE SEGOVIA

Un poema. Luis Mateo Díez ha escrito un texto hermoso impregnado de cariño y amargura en el que se refleja la vida hostil, el paisaje agreste, y unos personajes marcados por la sequedad, el descreimiento y la miseria de una tierra roída por la herrumbre. Es un territorio en regresión, en donde quizá lo único efectivo sea la muerte, y veces la locura. El autor ha creado una patria mental llamada Celama, una localidad fantasmal, que evoca un mundo que a algunos nos parece palmario. Es la tierra del páramo palentino o burgalés o soriano o del pie de monte segoviano o abulense; es una geografía soñada imperfectamente pero que dibuja con nitidez el carácter, la atmósfera y el concepto de la despoblación y abandono castellano leonés.

Celama, el espectáculo que han presentado Teatro Corsario y Cantárida Teatro este fin de semana en el Teatro Juan Bravo está basado en la novela “La ruina del cielo” de Luis Mateo Díez, que junto a “El espíritu del páramo” y “El oscurecer” del mismo autor, conforman una trilogía acerca de Celama. La versión teatral realizada por Fernando Urdiales, director del espectáculo, y por el propio Luis Mateo Díez muestra lo que parece ser casi una lectura literal del original texto poético y evocador. Una vez seleccionados y depurados los diversos pasajes de la novela se han montado escenas autónomas que se unen por la narrativa épica de uno de los protagonistas, el médico Ismael Cuende.

La obra plantea un acercamiento romántico a la memoria de una geografía y de unos seres que hoy nos pueden parecer oscuros y lejanos, pero ciertamente familiares, sobre todo para las gentes con raíces en el medio rural de esta región. En este sentido, el espectáculo aporta una buena dosis de nostalgia desconsolada, de un recuerdo plagado de carencias y de infortunios. Quizá sea una memoria no vivida pero sí asumida por las historias de nuestros antecesores.

En Celama se recrea la tribulación, la pena, el sufrimiento, la angustia existencial. Da la sensación de que nuestros antepasados solo nos contaran la parte más tenebrosa de su historia y se guardaran la feliz. Si se hiciera esta lectura, el espectáculo, aparte de localista, solo tendría un valor testimonial. Sin embargo, tanto el texto como el montaje adquieren una dimensión más elevada ya que reflejan un universo de adversidades, de abandono, de olvido y marginalidad frente al otro extremo no explícito, el de la modernidad. “Celama es el culo del mundo”, dice el paisano que regresa al pueblo después de mil aventuras. En realidad Celama es una idea, un concepto con los atributos de desamparo, muerte y desaparición.

Fernando Urdiales, director del montaje, ha realizado un trabajo profesional espléndido al igual que todo su equipo de actores y técnicos. Con planteamientos escénicos clásicos, ha realizado un teatro ritual que excluye al público de cualquier participación dramática y mental. El carácter épico y descriptivo del espectáculo aporta escasos elementos para la creatividad y la imaginación del espectador.

 

 

 

CELAMA “REVISITED”

Víctor M. Díez. LA CRÓNICA DE LEÓN

Ha funcionado la “tirolina” mental trazada entre el imaginario de Luis Mateo Díez y la imaginación de Fernando Urdiales. La dificultad era máxima: de la novela al teatro, del mundo de Luis Mateo al “desmundo” de Urdiales, del realismo mágico de la trilogía al expresionismo peculiar del teatro de Corsario... Muchas eran las distancias y, por eso, también es más jugoso el encuentro. Este tándem autor/director es el anverso del hombre que se escinde en dos. Es más bien como si alguien presentara a Jeckyl y Hyde y éstos se hicieran socios hasta diluirse en uno. Urdiales se ha adentrado en el territorio imaginado por Luis Mateo y le ha inoculado el veneno de su arte expresionista, la rabiosa verdad de sus actores, que han conseguido “encarnar, dar vida” a los muertos. Afilando los perfiles de esos personajes, hasta el límite abismal de su poshumanidad, aquilatando las lindes de ese territorio humeante. El extraordinario esfuerzo dramatúrgico reinventa Celama en clave teatral. Desmontada la trilogía original como un automóvil en el taller; deshecha la novela como un vestido en casa de la modista para readaptarlo a otro cuerpo, a otra vida. Así, la obra se rehace en sus esencias, sometido a un cirugía en la que ambos autores de la versión teatral han arriesgado como sólo lo hacen los verdaderos creadores. La sintaxis de la obra se va haciendo a fogonazos, a puntadas, pequeñas escenas que son atisbos de un territorio mental (la memoria) que conforma esa Celama de los muertos, hasta espesarse en una sutura densa y compacta de escenas corales cantadas, bailadas e interpretadas con una sutileza y solidez que emociona. No falta el humor en la gravedad, no sobra la reflexión en el regocijo, las piezas van armándose a la vista, como el espacio escénico mismo. Las claves para leer esta Celama teatral son, sin duda y en origen, las del mundo de su autor Luis Mateo Díez. Pero también las del bagaje artístico de más de veinte años del Corsario. Ahí está el descarnado paisaje de Tadeusz Kantor, el cómico absurdo de la vida según Beckett, el Valle de las Comedias Bárbaras, Artaud, etc... También los años de trabajo con los clásicos españoles con los que Corsario ha hecho un trabajo radical y contemporáneo. Llega a nosotros Celama, nos visita nuestro pasado. Lo que siempre ha estado ahí, dormido como si fuese la vida, toca a la puerta de nuestro duermevela, en el crepúsculo de nuestro día, para avisarnos. De la miseria, de la nadería, de lo fútil que somos y es nuestro mundo ¿Y quién mejor que los muertos para hacerlo? Muertos habitantes del territorio de nuestra memoria existencial, de todos y cada uno de nosotros ¿No seremos acaso nosotros mismos esos muertos? ¡Qué pequeña distancia entre el espectador y lo representado! Ya a las primeras filas llega el barro, el polvo y las telarañas... Nuestra memoria es ya nuestra mortaja, nuestra butaca se deshace en este tránsito. Pero renacemos en la catarsis de unas voces y unas músicas soñadas en la soledad de un Páramo que fue la vida de nuestros muertos. Un mundo fundacional que duele mientras desaparece, en el crepúsculo de nuestra civilización. Señoras y señores, estamos ante uno de los acontecimientos teatrales de la temporada. La conjugación de elementos de nuestra tierra son muchos. El autor, la producción, los actores, la obra, el director... Todo. Y, sin embargo, nace como el verdadero arte con la vocación universal de lo propio abriéndose al mundo. Hoy que los localismos buscan banderas donde no las hay -¿no se dan cuenta?- estos autores son nuestra bandera, nuestro único motivo de orgullo. Sobreviven, a pesar de nuestros políticos y de nuestra miseria, con una dignidad que emociona casi tanto como su arte.

 

 

 

LA MEMORIA DE LA MUERTE

Fernando Herrero. EL NORTE DE CASTILLA

Es admirable el esfuerzo y el trabajo realizado por Fernando Urdiales y su gente de Teatro Corsario para poner en pie este espectáculo que, sin ningún tipo de concesión, encara, a la vez, el recuerdo de una región inhóspita y perdida y el de la muerte, que pone fin a las vivencias de sus habitantes.

Sobre las novelas de Luis Mateo Díez, el cañamazo dramatúrgico se articula sobre la lucha inútil de los hombres contra la parca. Una serie de episodios, a través de un narrador, va presentando algunos de los habitantes de Celama en un reino de muertos que parecen resucitar para hacer todavía más inevitable la pérdida de la voz, del cuerpo y de la propia memoria de su existencia.

En una escenografía formada por unas tablas que significan las lápidas de un cementerio y que se mueven según avanza la explicación, en una atmósfera tenebrista y oscura, los muertos cobran esa especie de vida esperpéntica y sarcástica a la vez.

El médico ha sido testigo de todas esas muertes antes de producirse la suya. Los juegos entran a veces en lo grotesco, en una especie de sentido del humor ácido pronto desmentido por las máscaras, buen hallazgo de Jesús Peña y Teresa Lázaro, que cubren a los actores en una imagen de raigambre solanesca.

Existen muchas citas de los propios trabajos del Teatro Corsario, articulación en las voces con tonos fuertes, juego corporal que se cierra en vez de expandirse, con cantos y melopeas los doce actores hacen sus solos  y juegan el colectivo de un pueblo o de una región que desapareció en la historia.

El espectáculo está muy trabajado y tiene momentos de esa fuerza que va más allá de la pura representación, como si algo personal gravitara en el conjunto. Obra pesimista, muy bien escrita por la pluma de Luis Mateo, pero que permite que esa memora de la muerte recupere del olvido a unos seres muy próximos de los que habitaron la imaginaria Celama.

Lleno en el Teatro Calderón en la tercera representación y muchos aplausos para todos, que se multiplicaron cuando Fernando Urdiales apareció en el escenario.

E

 

 

ENTRE LOS MUERTOS

Carlos Toquero. EL MUNDO

Esta puesta en escena de Celama ha potenciado la idea que me venía a la mente mientras leía las tres novelas de Luis Mateo Díez: que hay raíces que se pudren y olvidos que es mejor que estén así, olvidados, que no tiene ningún sentido, en esta Europa unida que se está construyendo, ningún tipo de nacionalismos. Pero, claro, es una visión muy particular, ¿no?

Lo importante es que la versión teatral del largo obituario de la trilogía narrativa, ha sido trasladada al escenario brillantemente por Fernando Urdiales, quien ha contado con la colaboración del propio autor. En menos de dos horas recrea, soberbiamente, el desolado universo del páramo, de la llanura inmensa, inclemente y polvorienta, de sus gentes, muertos vivientes, condenados a existir en una tierra áspera, sin futuro.

Urdiales consigue un ritual onírico de inmensa teatralidad, una maquinaria bien engrasada (luz,  escenografía, vestuario), una poderosa dramaturgia, donde todo está cuidado al máximo para potenciar ese teatro de la muerte, esta ceremonia expresionista de agridulce humor, y con una coreografía formidable, gracias a la cual consigue potentes imágenes plásticas moviendo a los actores en escena.

Es más, Fernando Urdiales se ha volcado en este proyecto. Aquí está toda su pasión, su entrega al teatro, aquí están las huellas más poderosas, las que más le han marcado: Valle Inclán, Samuel Beckett, Kantor, Artaud... Aquí está su mundo más querido, y todo ello realizado con una maestría tal que el resultado pone claramente de manifiesto que Corsario, no solamente es la compañía principal de esta región, sino una de las mejores del país, debido al rigor del trabajo y a la calidad del resultado.

Con Celama, espectáculo nada complaciente, dura reflexión sobre nuestra tierra, trabajo sin concesiones, se han metido al público en el bolsillo, lo han hecho vibrar de emoción.

Todos los actores se han volcado absolutamente, pero, aunque el nivel de entrega y resultado está muy igualado, hay que destacar a Javier Semprún, por su genial trabajo en el personaje que sale del baúl. A Jesús Peña y su mágica marioneta del labrador, a Rosa Manzano, quien encarnando a la muerte, sube al máximo el clímax de la última escena, y a Pedro Vergara, como doctor Ismael Cuende, hilo conductor de la acción escénica.

Muchos aplausos para todos ellos, al final de la representación.

 

 
 

A UN MUNDO QUE NOS DEJA

Julia Amezúa. ABC

El escritor Mateo Díez recogió bajo el título de Celama su trilogía narrativa sobre este universo imaginario ubicado en la llanura del páramo leonés. Celama es una comarca de trabajo, sufrimiento y resignación; tierra reseca y agreste; reino decadente "sin luna ni sol" llamado a desaparecer ante el abandono, la despoblación, la miseria y la muerte. En este mundo, sus habitantes (con esos característicos nombres arcaicos) se perpetúan a través de la memoria en las historias o cuentos orales que se transmiten en las largas noches o en cualquier momento. Recuerda demasiado a tantas comarcas rurales de Castilla y León, pequeños mundos cargados de historia que reflejan "el espejo no del esplendor del cielo sino de su ruina". Esta versión teatral se basa en pasajes extraídos de La ruina del cielo (ardua tarea teniendo en cuenta que esta segunda novela de la trilogía contiene más de 400 personajes) y un guiño a El oscurecer. Se han seleccionado escenas significativas articuladas por la voz de un narrador épico, el médico de Celama Ismael Cuende, gran oidor de historias. Las escenas transmiten la cara más dura de Celama, la amargura de un mundo rural en el que la muerte se pasea a sus anchas y donde sus habitantes se acaban convirtiendo en peleles (como en la escena del títere que cava la tierra hasta el último aliento, manipulado con destreza por la muerte encarnada por Jesús Peña). Escenografía cuidada con un vestuario acorde, importante apoyo del poder evocador de la música y de la iluminación en favor de la consecución de un mundo oscuro y espectral (mundo de voces de fantasmas que evoca a Comala de Rulfo). En un escenario cementerio donde se pasean los muertos, se desenvuelven con destreza los personajes encarnados con tino por el conjunto de actores. Espectáculo interesante, con guiños a Beckett (la escena del payaso y el prestidigitador dialogando sobre la nada), al mundo clásico con la escena de la Antígona rural, y la fuerte presencia del esperpento en el tratamiento de personajes y escenas como la del velatorio. El espectáculo toca una de las lacras de nuestra comunidad dejando un fuerte poso de nostalgia e invitando a considerar lo que supone de rechazo en nuestras raíces que desaparezca la cultura rural. El Calderón lleno y muchos aplausos para Corsario.

 

 

Celama