
LA
CRÍTICA DICE…
Artículos de Fernando Herrero, Carlos Toquero y Julia
Amezúa
TIERRA
DE MUERTOS
Julián
de la Llana.
DIARIO DE SORIA
Teatro Corsario es, indiscutiblemente, el grupo
más importante de Castilla y León
y uno de los mejores de España. La prueba
está en su nuevo montaje, Celama, que
raya la perfección y destaca por su
creatividad, detallismo y excelente
utilización de todos los recursos
teatrales, sin distanciarse del estilo que le
caracteriza desde su fundación y que es
marca de fábrica de las puestas en escena
de Fernando Urdiales.
Celama se basa en las novelas del
escritor leonés Luis Mateo Díez El
espíritu del páramo, La ruina
del cielo y El oscurecer,
que el propio autor ha adaptado junto al
director de Teatro Corsario, Fernando Urdiales.
El doctor Ismael Cuende relata un tétrico
espectáculo: el obituario de ese
páramo yermo que es Celama. El
atormentado médico es el hilo conductor
de cada una de las historias que se cierra sobre
sí misma. Sólo el pastor se
mantiene vivo en un país de muertos,
hasta el momento final, en el que también
le llega su turno, aun a ritmo de tango.
La muerte como protagonista en un mundo adusto,
seco, infértil, condenado a la
desaparición, a la nada. Ahí
está ese personaje de las danzas
medievales y de las coplas de Jorge Manrique,
para avisarnos que acecha, que no ha
desaparecido ni se ha dormido, que nos espera.
Para avisarnos de lo fútil que es todo y
de que ese será nuestro final como lo ha
sido de nuestros antepasados. Reflexión
asimismo sobre la condición humana y la
soledad del hombre.
Parábola dura, impresionante, convertida
en una pieza de teatro igualmente fuerte y nada
complaciente. Una obra que, en sus diversas
escenas, recoge aspectos de diversos autores y
motivos estilísticos, como Beckett o
Valle Inclán, el expresionismo o el
esperpento; sin olvidar el mundo clásico
una Antígona rural y un Creonte mutilado.
Fernando Urdiales, al frente esta vez de
Corsario y Cantárida, ha realizado un
montaje insuperable y nada conformista. Ha
logrado crear un clima tenebrista y angustioso a
partir de una escenografía original,
simbolista, donde usa poéticamente los
objetos y destaca un vestuario trabajado con
inteligencia. En ese cementerio se
mueven unos personajes espectrales, dotados de
vida/muerte por unos actores geniales que
ofrecen una interpretación expresionista
acorde con el ambiente y situaciones generadas
por la obra. Urdiales busca el matiz, que para
él es esencial. Incluso hace que la
música se transforme en un personaje
más. Y si el texto es importante en Celama,
no lo son menos los aspectos
visuales, que cuida con mimo, y en los que
colabora una iluminación precisa.
Así es Celama, un mundo
espectral, tétrico, umbrío, de
claroscuros; un mundo de muerte, donde, sin
embargo, aparece, de vez en cuando, el humor.
La obra y su representación merecieron
más espectadores de los que se acercaron
al Palacio de la Audiencia. Lamentablemente.
Ellos se lo perdieron.
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UN
MUNDO INHÓSPITO
Carlos
Gil.
ARTEZ
La palabra. Desde la
palabra. "Celama" se crea desde la palabra, la
narración, la evocación, la
representación. Pero se vuelve cuerpo
escénico, personajes, escenario, espacio,
tiempo, arte. La versión teatral de los
textos originalmente narrativos realizada por el
propio autor Luis Mateo Díez y el
director, Fernando Urdiales, consigue una
dramaturgia ejemplar. Una estructura
ágil, en donde los personajes van
acumulando pinceladas para ir componiendo este
fresco de desolaciones. Es un milagro
escénico, la palabra se vuelve
teatralidad, y las situaciones generadas
configuran un bello espectáculo que llega
a estremecer.
Una cosmogonía de la desazón
alzada desde un sustento de palabras que tejen
una textualidad correspondida por una propuesta
estética rotunda, magmática, una
manera de movimientos, una forma
específica de interpretación. Un
mundo inhóspito descrito desde la
excelencia teatral. Ya nunca puede ser "Celama"
de otra manera que desde esta puesta en escena,
desde esa elección de un expresionismo
tamizado, con sus roces en los recuerdos de la
memoria, del mundo de muertos vivientes
teatrales, hasta el corte por canciones, para
que recordemos que esa nada es el mundo, y que
esos muertos son los vivos que un día
soñaron, amaron, contemplaron como la
vida se escapa abrasada por las solaneras y el
hielo del páramo.
Sin lugar a dudas es un trabajo de madurez, un
paso cualitativo de Teatro Corsario, en esta
ocasión junto a Cantárida Teatro,
y uno de los mejores trabajos de creación
global de Fernando Urdiales. El equipo actoral
brilla en conjunto y en sus individualidades y
el espacio sonoro contribuye, junto a la
escenografía y la iluminación a
crear esa agradable sensación de estar
ante algo que no solamente es bello, conmovedor,
divertido, que ayuda a la reflexión, sino
importante. Teatralmente muy importante.
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UN
PLATO ESCÉNICO FUERTE
Ángel
Ugidos. DIARIO DE LEÓN
Estamos
en Celama: tierra de sueño y ceniza;
llanura en la que el viento trae y lleva las
cosas; espacio que no se puede ni siquiera
imaginar desde la ventanilla de los trenes. Gran
parábola de un territorio condenado a
vivir particulares cien años de soledad.
Teatro Corsario ha asumido el reto de dar vida
en escena a ese país de muertos que es la
trilogía de Luis Mateo Díez
completando un triángulo estético
propio que esta compañía
empezó a dibujar en 1998 con Pasión,
continuó con Coplas por la
Muerte y remata ahora con este
contundente Celama: plato fuerte,
teatro nada complaciente, puro reto creativo del
que sale airosa tras su estreno, ayer, en el
Bergidum de Ponferrada. Sobre un espacio
escénico que cumple sobradamente su
función práctica y
simbólica, el doctor Ismael Cuende va
desgranando el obituario de ese páramo
yermo que es Celama. Cada una de las historias
se cierra sobre sí misma con el
atormentado médico como hilo conductor y
el pastor como único personaje que vemos
crecer sobre la escena hasta esa soberbia muerte
final a ritmo de tango. Las secuencias beben de
fuentes diversas con brillantez: los payasos
becketianos filosofando para una urraca
disecada, el velatorio valleinclanesco que acaba
en asalto a la iglesia, la Antígona rural
con un Creonte mutilado y galochas por
coturnos... Destaca en el montaje el uso
poético de los objetos, el vestuario
trabajado con inteligencia y la
aplicación de la música como un
actor más. Superados los problemas de
ritmo propios del estreno de una puesta en
escena tan ambiciosa, estaremos ante un gran
trabajo que exigirá, eso sí, un
público dispuesto a enfrentarse a un
plato escénico de alto contenido
proteínico.
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EL DEDO
ETERNO DEL TIEMPO
L.
Castellanos. LA CRÓNICA DE LEÓN
Aunque
por obvio, no menos cierto, Fernando Urdiales
supone la principal influencia para Celama,
ese proyecto teatral que ha motivado
líneas de colaboración entre
Teatro Corsario y la nueva
compañía leonesa Cantárida.
No es la única que aumenta su caudal,
pero sí la fundamental para su
percepción escénica. Y es que este
nuevo montaje del director leonés no
sólo compendia los muchos referentes
adscritos a su afán creador (la necesidad
de posibilitar nuevos espacios escénicos,
el gusto por el matiz, la transformación
orgánica de los procesos que intervienen
en la acción o el desarrollo de un modelo
actancial que justifica la actitud del universo
dramático ideado) sino que los
aúpa, con mayúscula, en el paso
adelante al que su propia evolución
profesional le conduce. Urdiales no se ha
escudado en el conformismo, precisamente, para
acrisolar el nombre y el porvenir de sus
trabajos y, por añadidura, del colectivo
artístico que lidera desde hace
más de veinte años. El oficio
teatral le inspira una necesidad propia a partir
de la cual poder adentrarse en un proceso, el de
construcción teatral y resistencia al
tópico y la convención, mediante
el que reflexionar, sin ambages, sobre la propia
condición humana. Y en el teatro
clásico, cuyos códigos ha ejercido
con autoridad, se ha movido como pez en el agua
y colmado su ansia de descifrar, bajo el sol de
sus versos, un territorio grave y nada manso que
le hacía profundas revelaciones.
Está claro que esa necesidad por
desposeer de su manto de
impermeabilización al hombre (y en el que
se escuda éste para justificarse y
entronizar sus miserias y sus muchas tinieblas)
ha constituido el eje sobre el que Urdiales
derrama su teatro y que en Celama vuelve
a sublimarse. La literatura de Luis Mateo
Díez, una mano de seda en guante garfio,
ha propulsado el interés de Teatro
Corsario por consagrar nuevos caminos de
caracterización teatral e insistir en ese
modelo investigador con el que desmenuzar cada
una de las claves que participan en la
representación. Su formulario se complace
y recrea en el cultivo del riesgo. Los muertos
de Celama, una tierra anclada en la
mitología del pretérito, aluden,
como reverso de una moneda desgastada por el
dedo eterno del fluir del tiempo, al vivir, al
propio existir de cualquiera, a esa zona de
sombras que cada cual carga como puede y que le
empuja hacia sus propios abismos. Y claro, tal
simbolismo se deposita sobre el escenario,
adobado por el verbo demoledor de un Luis Mateo
en estado de gracia creadora, merced a una
puesta en escena que pone énfasis en la
visualidad, en una estética tenebrista y
umbría que refuerza un mensaje basado en
la memoria, la desaparición y el
adiós. Por eso, precisamente por la carga
simbólica que sostiene el paso de la
función, Urdiales echa mano de una
iconografía tétrica, emplazada en
un escenario-cementerio poblado por un rosario
de espectrales personajes, que se arroga una
función de enorme personalidad expresiva
y comunicativa. Más de veinte pasajes
articulan un concatenado de imágenes que
difuminan los límites de la realidad y la
ficción, la certeza y la fantasía,
la vida y la muerte. Y en esa confusión
reina precisamente el acierto de este
espectáculo (que, lógicamente,
precisa de una mayor rodaje para eliminar
algunas aristas que a veces provoca cierta
preponderancia del texto sobre otras cuestiones)
y los muchos detonantes que propicia:
estéticos, narrativos, reflexivos,
emotivos... también humorísticos.
La comicidad abunda en la obra porque
precisamente la muerte parece, a modo de
paradoja, provocarla. Y claro, el montaje no
quiere sustraerse a ella y la incorpora a su
propia esencia, la misma en la que se acomodan
plenamente las coreografías, canciones
(inolvidable el tango que la muerte interpreta
para arrebatarle la vida al pastor de Celama) y
músicas que ornan el transcurrir
escénico. Las estampas de Celama no
constituyen un simple recreo estético,
sino la constatación de un festín
teatral que, a pesar de las referencias
localistas, universaliza su propuesta,
reconcilia con un teatro cada vez más
aburguesado por las causas y efectos que le
atribulan y acuña un mensaje que no se
suspende en la nada.
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A UNA
TIERRA ABANDONADA
Manuel
Sesma S. EL ADELANTADO DE SEGOVIA
Un
poema. Luis Mateo Díez ha escrito un
texto hermoso impregnado de cariño y
amargura en el que se refleja la vida hostil,
el paisaje agreste, y unos personajes marcados
por la sequedad, el descreimiento y la miseria
de una tierra roída por la herrumbre.
Es un territorio en regresión, en donde
quizá lo único efectivo sea la
muerte, y veces la locura. El autor ha creado
una patria mental llamada Celama, una
localidad fantasmal, que evoca un mundo que a
algunos nos parece palmario. Es la tierra del
páramo palentino o burgalés o
soriano o del pie de monte segoviano o
abulense; es una geografía
soñada imperfectamente pero que dibuja
con nitidez el carácter, la
atmósfera y el concepto de la
despoblación y abandono castellano
leonés.
Celama, el espectáculo que han
presentado Teatro Corsario y Cantárida
Teatro este fin de semana en el Teatro Juan
Bravo está basado en la novela
“La ruina del cielo” de Luis Mateo
Díez, que junto a “El
espíritu del páramo” y
“El oscurecer” del mismo autor,
conforman una trilogía acerca de
Celama. La versión teatral realizada
por Fernando Urdiales, director del
espectáculo, y por el propio Luis Mateo
Díez muestra lo que parece ser casi una
lectura literal del original texto
poético y evocador. Una vez
seleccionados y depurados los diversos pasajes
de la novela se han montado escenas
autónomas que se unen por la narrativa
épica de uno de los protagonistas, el
médico Ismael Cuende.
La obra plantea un acercamiento
romántico a la memoria de una
geografía y de unos seres que hoy nos
pueden parecer oscuros y lejanos, pero
ciertamente familiares, sobre todo para las
gentes con raíces en el medio rural de
esta región. En este sentido, el
espectáculo aporta una buena dosis de
nostalgia desconsolada, de un recuerdo plagado
de carencias y de infortunios. Quizá
sea una memoria no vivida pero sí
asumida por las historias de nuestros
antecesores.
En Celama se recrea la tribulación, la
pena, el sufrimiento, la angustia existencial.
Da la sensación de que nuestros
antepasados solo nos contaran la parte
más tenebrosa de su historia y se
guardaran la feliz. Si se hiciera esta
lectura, el espectáculo, aparte de
localista, solo tendría un valor
testimonial. Sin embargo, tanto el texto como
el montaje adquieren una dimensión
más elevada ya que reflejan un universo
de adversidades, de abandono, de olvido y
marginalidad frente al otro extremo no
explícito, el de la modernidad.
“Celama es el culo del mundo”,
dice el paisano que regresa al pueblo
después de mil aventuras. En realidad
Celama es una idea, un concepto con los
atributos de desamparo, muerte y
desaparición.
Fernando Urdiales, director del montaje, ha
realizado un trabajo profesional
espléndido al igual que todo su equipo
de actores y técnicos. Con
planteamientos escénicos
clásicos, ha realizado un teatro ritual
que excluye al público de cualquier
participación dramática y
mental. El carácter épico y
descriptivo del espectáculo aporta
escasos elementos para la creatividad y la
imaginación del espectador.
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CELAMA
“REVISITED”
Víctor
M. Díez. LA CRÓNICA DE
LEÓN
Ha
funcionado la “tirolina” mental
trazada entre el imaginario de Luis Mateo
Díez y la imaginación de Fernando
Urdiales. La dificultad era máxima: de la
novela al teatro, del mundo de Luis Mateo al
“desmundo” de Urdiales, del realismo
mágico de la trilogía al
expresionismo peculiar del teatro de Corsario...
Muchas eran las distancias y, por eso,
también es más jugoso el
encuentro. Este tándem autor/director es
el anverso del hombre que se escinde en dos. Es
más bien como si alguien presentara a
Jeckyl y Hyde y éstos se hicieran socios
hasta diluirse en uno. Urdiales se ha adentrado
en el territorio imaginado por Luis Mateo y le
ha inoculado el veneno de su arte expresionista,
la rabiosa verdad de sus actores, que han
conseguido “encarnar, dar vida” a
los muertos. Afilando los perfiles de esos
personajes, hasta el límite abismal de su
poshumanidad, aquilatando las lindes de ese
territorio humeante. El extraordinario esfuerzo
dramatúrgico reinventa Celama en
clave teatral. Desmontada la trilogía
original como un automóvil en el taller;
deshecha la novela como un vestido en casa de la
modista para readaptarlo a otro cuerpo, a otra
vida. Así, la obra se rehace en sus
esencias, sometido a un cirugía en la que
ambos autores de la versión teatral han
arriesgado como sólo lo hacen los
verdaderos creadores. La sintaxis de la obra se
va haciendo a fogonazos, a puntadas,
pequeñas escenas que son atisbos de un
territorio mental (la memoria) que conforma esa
Celama de los muertos, hasta espesarse en una
sutura densa y compacta de escenas corales
cantadas, bailadas e interpretadas con una
sutileza y solidez que emociona. No falta el
humor en la gravedad, no sobra la
reflexión en el regocijo, las piezas van
armándose a la vista, como el espacio
escénico mismo. Las claves para leer esta
Celama teatral son, sin duda y en origen, las
del mundo de su autor Luis Mateo Díez.
Pero también las del bagaje
artístico de más de veinte
años del Corsario. Ahí está
el descarnado paisaje de Tadeusz Kantor, el
cómico absurdo de la vida según
Beckett, el Valle de las Comedias
Bárbaras, Artaud, etc... También
los años de trabajo con los
clásicos españoles con los que
Corsario ha hecho un trabajo radical y
contemporáneo. Llega a nosotros Celama,
nos visita nuestro pasado. Lo que siempre ha
estado ahí, dormido como si fuese la
vida, toca a la puerta de nuestro duermevela, en
el crepúsculo de nuestro día, para
avisarnos. De la miseria, de la nadería,
de lo fútil que somos y es nuestro mundo
¿Y quién mejor que los muertos
para hacerlo? Muertos habitantes del territorio
de nuestra memoria existencial, de todos y cada
uno de nosotros ¿No seremos acaso
nosotros mismos esos muertos? ¡Qué
pequeña distancia entre el espectador y
lo representado! Ya a las primeras filas llega
el barro, el polvo y las telarañas...
Nuestra memoria es ya nuestra mortaja, nuestra
butaca se deshace en este tránsito. Pero
renacemos en la catarsis de unas voces y unas
músicas soñadas en la soledad de
un Páramo que fue la vida de nuestros
muertos. Un mundo fundacional que duele mientras
desaparece, en el crepúsculo de nuestra
civilización. Señoras y
señores, estamos ante uno de los
acontecimientos teatrales de la temporada. La
conjugación de elementos de nuestra
tierra son muchos. El autor, la
producción, los actores, la obra, el
director... Todo. Y, sin embargo, nace como el
verdadero arte con la vocación universal
de lo propio abriéndose al mundo. Hoy que
los localismos buscan banderas donde no las hay
-¿no se dan cuenta?- estos autores son
nuestra bandera, nuestro único motivo de
orgullo. Sobreviven, a pesar de nuestros
políticos y de nuestra miseria, con una
dignidad que emociona casi tanto como su arte.
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LA
MEMORIA DE LA MUERTE
Fernando
Herrero. EL NORTE DE CASTILLA
Es
admirable el esfuerzo y el trabajo realizado por
Fernando Urdiales y su gente de Teatro Corsario
para poner en pie este espectáculo que,
sin ningún tipo de concesión,
encara, a la vez, el recuerdo de una
región inhóspita y perdida y el de
la muerte, que pone fin a las vivencias de sus
habitantes.
Sobre
las novelas de Luis Mateo Díez, el
cañamazo dramatúrgico se articula
sobre la lucha inútil de los hombres
contra la parca. Una serie de episodios, a
través de un narrador, va presentando
algunos de los habitantes de Celama en un reino
de muertos que parecen resucitar para hacer
todavía más inevitable la
pérdida de la voz, del cuerpo y de la
propia memoria de su existencia.
En
una escenografía formada por unas tablas
que significan las lápidas de un
cementerio y que se mueven según avanza
la explicación, en una atmósfera
tenebrista y oscura, los muertos cobran esa
especie de vida esperpéntica y
sarcástica a la vez.
El
médico ha sido testigo de todas esas
muertes antes de producirse la suya. Los juegos
entran a veces en lo grotesco, en una especie de
sentido del humor ácido pronto desmentido
por las máscaras, buen hallazgo de
Jesús Peña y Teresa Lázaro,
que cubren a los actores en una imagen de
raigambre solanesca.
Existen
muchas citas de los propios trabajos del Teatro
Corsario, articulación en las voces con
tonos fuertes, juego corporal que se cierra en
vez de expandirse, con cantos y melopeas los
doce actores hacen sus solos y juegan el
colectivo de un pueblo o de una región
que desapareció en la historia.
El
espectáculo está muy trabajado y
tiene momentos de esa fuerza que va más
allá de la pura representación,
como si algo personal gravitara en el conjunto.
Obra pesimista, muy bien escrita por la pluma de
Luis Mateo, pero que permite que esa memora de
la muerte recupere del olvido a unos seres muy
próximos de los que habitaron la
imaginaria Celama.
Lleno
en el Teatro Calderón en la tercera
representación y muchos aplausos para
todos, que se multiplicaron cuando Fernando
Urdiales apareció en el escenario.
E
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ENTRE
LOS MUERTOS
Carlos
Toquero. EL MUNDO
Esta
puesta en escena de Celama ha potenciado la idea
que me venía a la mente mientras
leía las tres novelas de Luis Mateo
Díez: que hay raíces que se pudren
y olvidos que es mejor que estén
así, olvidados, que no tiene
ningún sentido, en esta Europa unida que
se está construyendo, ningún tipo
de nacionalismos. Pero, claro, es una
visión muy particular, ¿no?
Lo
importante es que la versión teatral del
largo obituario de la trilogía narrativa,
ha sido trasladada al escenario brillantemente
por Fernando Urdiales, quien ha contado con la
colaboración del propio autor. En menos
de dos horas recrea, soberbiamente, el desolado
universo del páramo, de la llanura
inmensa, inclemente y polvorienta, de sus
gentes, muertos vivientes, condenados a existir
en una tierra áspera, sin futuro.
Urdiales
consigue un ritual onírico de inmensa
teatralidad, una maquinaria bien engrasada
(luz, escenografía, vestuario), una
poderosa dramaturgia, donde todo está
cuidado al máximo para potenciar ese
teatro de la muerte, esta ceremonia
expresionista de agridulce humor, y con una
coreografía formidable, gracias a la cual
consigue potentes imágenes
plásticas moviendo a los actores en
escena.
Es
más, Fernando Urdiales se ha volcado en
este proyecto. Aquí está toda su
pasión, su entrega al teatro, aquí
están las huellas más poderosas,
las que más le han marcado: Valle
Inclán, Samuel Beckett, Kantor, Artaud...
Aquí está su mundo más
querido, y todo ello realizado con una
maestría tal que el resultado pone
claramente de manifiesto que Corsario, no
solamente es la compañía principal
de esta región, sino una de las mejores
del país, debido al rigor del trabajo y a
la calidad del resultado.
Con
Celama, espectáculo nada complaciente,
dura reflexión sobre nuestra tierra,
trabajo sin concesiones, se han metido al
público en el bolsillo, lo han hecho
vibrar de emoción.
Todos
los actores se han volcado absolutamente, pero,
aunque el nivel de entrega y resultado
está muy igualado, hay que destacar a
Javier Semprún, por su genial trabajo en
el personaje que sale del baúl. A
Jesús Peña y su mágica
marioneta del labrador, a Rosa Manzano, quien
encarnando a la muerte, sube al máximo el
clímax de la última escena, y a
Pedro Vergara, como doctor Ismael Cuende, hilo
conductor de la acción escénica.
Muchos
aplausos para todos ellos, al final de la
representación.
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A
UN MUNDO QUE NOS DEJA
Julia
Amezúa.
ABC
El
escritor Mateo Díez recogió bajo
el título de Celama su
trilogía narrativa sobre este universo
imaginario ubicado en la llanura del
páramo leonés. Celama es una
comarca de trabajo, sufrimiento y
resignación; tierra reseca y agreste;
reino decadente "sin luna ni sol" llamado a
desaparecer ante el abandono, la
despoblación, la miseria y la muerte. En
este mundo, sus habitantes (con esos
característicos nombres arcaicos) se
perpetúan a través de la memoria
en las historias o cuentos orales que se
transmiten en las largas noches o en cualquier
momento. Recuerda demasiado a tantas comarcas
rurales de Castilla y León,
pequeños mundos cargados de historia que
reflejan "el espejo no del esplendor del cielo
sino de su ruina". Esta versión teatral
se basa en pasajes extraídos de La
ruina del cielo (ardua tarea teniendo en
cuenta que esta segunda novela de la
trilogía contiene más de 400
personajes) y un guiño a El
oscurecer. Se han seleccionado escenas
significativas articuladas por la voz de un
narrador épico, el médico de
Celama Ismael Cuende, gran oidor de historias.
Las escenas transmiten la cara más dura
de Celama, la amargura de un mundo rural en el
que la muerte se pasea a sus anchas y donde sus
habitantes se acaban convirtiendo en peleles
(como en la escena del títere que cava la
tierra hasta el último aliento,
manipulado con destreza por la muerte encarnada
por Jesús Peña).
Escenografía cuidada con un vestuario
acorde, importante apoyo del poder evocador de
la música y de la iluminación en
favor de la consecución de un mundo
oscuro y espectral (mundo de voces de fantasmas
que evoca a Comala de Rulfo). En un escenario
cementerio donde se pasean los muertos, se
desenvuelven con destreza los personajes
encarnados con tino por el conjunto de actores.
Espectáculo interesante, con
guiños a Beckett (la escena del payaso y
el prestidigitador dialogando sobre la nada), al
mundo clásico con la escena de la
Antígona rural, y la fuerte presencia del
esperpento en el tratamiento de personajes y
escenas como la del velatorio. El
espectáculo toca una de las lacras de
nuestra comunidad dejando un fuerte poso de
nostalgia e invitando a considerar lo que supone
de rechazo en nuestras raíces que
desaparezca la cultura rural. El Calderón
lleno y muchos aplausos para Corsario.
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